Desconocido incluso para los franceses, Jean Eustache (1938-1981) es un raro ejemplo de poeta maldito en las filas de trabajadores de la industria cinematográfica, actores de un mercado que raramente ostenta las características del arte. Con su pelo largo lacio y sus sempiternas gafas oscuras, con sus facciones judaizadas y las cicatrices del alcohol y el tiempo, Eustache parece más bien un escritor (él se considera tal, aunque preferentemente cultiva la gramática de las imágenes). Definido por uno de sus colaboradores como el “dandi proletario”, podemos completar su retrato aludiendo a unos orígenes muy modestos y humildes, en conminación con un esfuerzo precoz por diferenciarse, culturizarse y refinarse (dice uno de sus personajes que no tener dinero no es pretexto para comer mal ni para no cultivarse). A diferencia de muchos de los autores de la Nouvelle Vague, Eustache llega a París sin nada en los bolsillos y, pese a eso, hace el cine que le da la gana; por poner un ejemplo, lejos de acogerse a una duración estándar, prefiere a veces el mediometraje o compromete a los distribuidores con una película de más de cuatro horas.
Aunque estudiosos y críticos nombran a menudo a Eustache adalid de una generación Post-Nouvelle Vague, se trata más bien de un islote alrededor de este movimiento, que termina por institucionalizarse, granjeándose el apoyo del gobierno. Aunque Eustache frecuenta la redacción de Cahiers du cinéma, participando de los acalorados debates de la cinefilia, no conquista ningún vínculo generacional: su condición es la del solitario y sus películas se las arranca al solipsismo creador (en un ámbito, el cine, que rige el trabajo colectivo) y existencial. La vida y la obra de Eustache, inseparables e inmiscuidas, ilustran, como dice Deleuze, que “la historia del cine es un prolongado martirologio”. Mendicidad de descartes de otros rodajes (restos de película virgen) o huelgas de hambre… todo a costa de diferenciarse y desmarcarse de la barbarie que viene siendo el cine de consumo:
Si me confiaran la crítica de un diario o de una revista –dice Eustache-, me vería obligado a poner ‘desastre’ desde hace ya bastante tiempo, y al cabo de 24 horas me echarían a la calle. El hecho de hablar de cine hoy como hablábamos de cine cuando había creaciones me parece que es dar muestras de una irresponsabilidad muy peligrosa, que me perturba y que no soluciona nada: en mí produce un efecto muy sucio (…) Yo comparo el cine actual con lo que pudo ser un país cuando estaba ocupado por fuerzas extranjeras. Y la única posición posible de un creador hoy en día me parece la de la resistencia, la no colaboración con la industria, el público, la exhibición, la crítica con la que todos, sabiéndolo o no, colaboran.
Los mediometrajes que Eustache rueda en la década de los sesenta, los primeros de su carrera, Les Mauvaises Fréquentations y Le Père Noël a les yeux bleus (este último financiado en parte por Jean-Luc Godard), nos presentan, respectivamente, unos “provincianos” en la capital y un aspirante a dandi en provincias; destaca la mirada límpida de un mundo burgués envidiado y rechazado al unísono, el temple de retratista y la suciedad embellecedora del blanco y negro y el sonido (casi documentales). Es difícil resistir a la tentación de felicitar la Navidad con ese joven (Jean-Pierre Léaud, conocido por Truffaut y Godard) que se traviste de Papa Noel para fotografiarse con los viandantes (abrazando las cinturas de las chicas) con el objetivo conseguir el dinero que le proporcione una trenca a la moda; huelga decir que en nada varía su estatus la adquisición de la prenda: el paria del neocapitalismo, paria se queda. De esta época proceden las declaraciones: “Cuando se piensa en comer, no se piensa en el marxismo, se piensa en comer. Cuando se está completamente solo, cuando no se tiene ni para fumar o dónde dormir, no se piensa, no se tienen posturas ideológicas”.
Siendo ya reconocido profesional, Eustache no renuncia a las virtudes del cine amateur (de amante) y doméstico: filma una fiesta tradicional de Pessac, su pueblo; la matanza del cerdo; y a su abuela, Odette Robert, disertando sobre seis generaciones, indirectamente a la vez, sobre la historia de Francia. Su cámara no conoce el despotismo y aborda a los “actores naturales” con una naturalidad rayana al don de la invisibilidad.
La mamá y la puta (1973) es para muchos su obra magna. Con unos líos de faldas traducidos en un texto denso, literario y fascinante, arrebatado a lo biográfico (“Ver uno de mis films es lo mismo que verme”) Eustache nos desengaña de la posibilidad de que una revolución de los cuerpos/sexual vaya a saciar el vacío existencial y a reemplazar una revolución política/cultural. La lucidez abrasiva y el humor negro le valen a Eustache la fama de reaccionario, pero también la publicidad y el premio en Cannes que posibilitan un proyecto largamente ansiado: Mes petites amoureuses (1974). Con esta película, que había escrito y reescrito durante años, se reconstruía casi arqueológicamente la infancia. El aislamiento del joven Daniel es la causa de una práctica, el voyeurismo, que no sólo estigmatizaría las relaciones de Eustache con las mujeres, sino que determinaría una vocación: el cine. El director volvería a incurrir en el motivo de la mirada (pasividad escópica y voluptuosidad) en una película, Une sale histoire (1977), en la que se nos narra en primera persona la experiencia adquirida a través de un agujero en el baño de mujeres de un café.
Es curioso y extrañamente paradójico, que este proyecto tan amado (Mes petites amoureuses), fuera un estrepitoso fracaso económico y se convirtiera en la tumba de Eustache, que consuma en 1981 sus pulsiones autodestructivas suicidándose. De ahí el oxímoron con el que encabezaba este humilde recordatorio, que tiene otra causa, además, en el contraste entre una deslumbrante cinefilia y el desprecio más absoluto por el cine de hoy, su vulgarización y su homogeneización. Eustache era poeta en un arte maldito, lo cual equivale a predicar en el desierto. Decía Sarte que “el poeta es el hombre que se compromete a perder”.
El amor, la muerte y la vida, las tres heridas, y una cuarta, la POLÍTICA, son la savia de la obra de Jorge Semprún (1923, Madrid). En sus guiones de cine hallaremos sus principales hitos biográficos y los de su alter ego FEDERICO SÁNCHEZ (alias que utilizaba en la actividad clandestina contra la dictadura franquista).
Al término de la Guerra Civil, Semprún se desplaza con su familia a París, donde actualmente reside. En la Francia ocupada toma parte en la resistencia. “Te sumergiste, gustoso y gozoso, a los dieciocho años, en la actividad clandestina de la resistencia antinazi. Soportaste, sin mayores problemas, con una curiosidad intelectual inagotable, la experiencia del campo de concentración en Buchenwald. Volviste a zambullirte, con una especie de salvaje alegría vital, en la clandestinidad española, a partir de 1953”.
Se afilia al Partido Comunista de España (PCE) en 1942, pero es a partir de 1953 cuando asume el riesgo de ser “cazado”, el “sentimiento de inmortalidad” de los héroes. Después de haber llegado al Comité Central y de haber coqueteado con la lírica estalinista, reacciona contra el integrismo del partido. En 1962, es retirado por Carrillo de la actividad clandestina, hasta su expulsión en 1964. En su primer guión de cine, La guerra ha terminado, vindica su individualidad por encima de cualquier agrupación política («el individuo, por tanto, es lo irrecuperable por las ideologías, las creencias y las vigencias y los poderes») La película La confesión abre viejas heridas:
«Despierta, Lenin. Se han vuelto locos»
Semprún no volvería a desempeñar actividades políticas hasta ser Ministro de Cultura en el gobierno de Felipe González.
Un repaso somero a su vida permite intuir las constantes temáticas de su obra: “la clandestinidad como camino hacia la conquista de una verdadera identidad. La política como destino individual, como un arriesgarse y realizarse, tal vez a través de la muerte libremente contemplada y la libertad como factor decisivo de todo compromiso político y existencial”.
A estas constantes temáticas podemos sumar una estilística, la ESCRITURA DIGRESIVA. A través de una pequeña anécdota, se establecen diversas asociaciones y desviaciones y se producen innumerables saltos cronológicos componiendo un tiempo subjetivo o mental (“todavía están por venir los viejos tiempos”). Este recurso parece influencia directa de la Nouveau Roman, que ignora en muchos casos los conceptos de intriga, lógica secuencial y vulnera los estatutos del narrador y del personaje. El director de cine Alain Resnais había interiorizado estos rasgos, por eso, junto con Costa-Gavras, que aún hoy sigue optando por un cine político inmediato, se convierte en el mejor traductor de los guiones de Semprún. En reciprocidad con el primero, desarrolla La guerra ha terminado y Stavisky; con el segundo, Z y La confesión. Estos pueden considerarse sus trabajos capitales junto con Une femme à sa fenêtre, de Pierre Granier-Deferre.
La guerra ha terminado (La guerre est finie, 1966). Para sus anteriores films, Resnais había contado con textos de Marguerite Duras, Alain Robbe-Grillet y Jean Cayrol, que no eran guionistas al uso. Con Semprún rodó la que era hasta el momento su película más clásica, nominada al Oscar por Mejor Guión Original. Diego (Yves Montand), enlace entre la dirección del PCE en Francia y la organización secreta del interior, se halla en crisis intelectual. «España meca del turismo o leyenda de la Guerra Civil, todo mezclado con Lorca. (…) Ya estoy harto de la leyenda de España. (…) Yo no estuve en Teruel ni en la batalla del Ebro. Los que hacen cosas por España, cosas importantes, no estuvieron allí. Tienen veinte años, a ellos les mueve el futuro, no el pasado. España no es el 36, sino la realidad del 65, por más desconcertante que sea»
Z (Z, 1969) denuncia los métodos violentos utilizados por la extrema derecha y la dictadura de los coroneles en Grecia, tomando como punto de partida el asesinato de líder pacifista Grigoris Lambrakis. Vassilis Vassilikos, autor de la novela en que se basa el guión, declaraba que la muerte de Lambrakis era un acontecimiento decisivo para la conciencia política griega, adormecida por la horrible propaganda de la extrema derecha. Z (en griego clásico, “vive”) ganó el Oscar a la Mejor Película Extranjera.
La Confesión (L’aveu, 1970) critica los excesos y purgas del estalinismo. El punto de partida es el libro-documento de Artur London. Yves Montad interpreta a Gérard, Viceministro de Relaciones Exteriores de Checoslovaquia, que participó en la Guerra Civil Española en calidad de brigadista, luchó con la resistencia francesa y fue a parar a Mauthausen. En los 50, cuando el bloque soviético se siente amenazado por los procesos de democratización y engorda sus listas de sospechosos, Gérard conoce la tortura de mano sus propios camaradas, que le instan a confesar, pero… «¿Confesar qué?».
Stavisky (Stavisky, 1974) El contexto histórico de los años 30 (la persecución racial) se funde con la trama en derredor del personaje que da nombre a la película, un estafador (Jean-Paul Belmondo) que a punto estuvo de provocar la quiebra del estado francés, construyendo un imperio en base a fraudes y cambios de identidad. Aún cuando el caso Stavisky trajo consigo una crisis que llevó a la caída del Gobierno, esta es la película menos política de las hasta ahora vistas. Al respecto, hay que recordar que se trata de un encargo con el que Resnais trata de remontar su carrera.
Una mujer en su ventana (Une femme à sa fenêtre, 1976) parte de la novela homónima de La Rochelle. La protagonista es una duquesa (Romy Schneider) que cae enamorada de un líder comunista perseguido en la Grecia del general Metaxas. «Para mí la política es la voluntad de oponer la toma de conciencia a la resignación; la palabra a la súplica; los riegos de la vida a las falsas certezas de la muerte».
Como gran parte de la obra de Semprún, un viaje de lo privado a lo público, de lo sentimental a lo político.
Hagamos un experimento mental. Imaginemos a Johann Einhach Vorbild. Johann vive en Munich, en 1930. Johann entra por accidente en un armario dimensional. Tras cruzar un túnel lleno de estrellas, Johann aparece en los multicines de un centro comercial de Madrid.
Johann, que es todo un cinéfilo, busca marquesinas con nombres como Lang, Murnau o Wiene pero sólo encuentra los carteles de Híncame el Diente, Salt, Resident Evil 4: Ultratumba o Step Up 3D.
Y si el desdichado Johann quisiera saber quién ha dirigido estas películas necesitaría lupa y paciencia para bucear en un muro de texto tamaño pulga hasta encontrar su crédito. A menos, claro, que estuviéramos ante una película del director de Batman.
Si Johann hubiera crecido en nuestra época, le habrían influido películas como Blade Runner, 2001 ó Pulp Fiction; constituirían los raíles de la mayoría de filmes que se verán de finales del S. XX a principios del XXI. Y no es de extrañar, porque los directores de esas películas se han alimentado directamente de los grandes (John Ford o Hitchcock) y, tras admirar y adquirir la técnica, han creado sus propias obras maestras que marcan en sí un hito del cine contemporáneo.
Los inicios del “Cine de autor” están marcados por grandes directores; tanto Eisenstein como Griffith sentaron las bases de todo el lenguaje de la imagen en movimiento, pilares que hasta el día de hoy constituyen la Biblia del cine. Esos creadores ganaron la reputación y el renombre de “padres”.
Pero habría de pasar poco tiempo para que las tornas cambiaran; poco después surge en el celuloide un acontecimiento no ocurrido hasta el momento. Algo en la pantalla hace redirigir la atención del espectador del continente al contenido. Un tipo que nos mira directamente con un pequeño bigote pintado con betún, sombrero ajado, bastón y ropa harapienta, requiere toda la atención del espectador. La gente ya no va al cine a ver la ultima película de su admirado director, no se aprecia la sombra o voz que da órdenes al actor por detrás, cómo está enfocado el ángulo, ni si la luz está bien proyectada; todo el mundo va a pasar un reconfortante rato con Charles Chaplin. La industria cinematográfica comienza a redirigir su mirada al actor, que poco a poco tendría más peso en las cifras de beneficios que el propio director.
El tiempo y la taquilla han dejado claro que hay actuaciones que hipnotizan en la pantalla hasta el punto de ejercer en el espectador un efecto de única atención. Pero ¿hasta qué punto se compra una entrada en taquilla porque el protagonista de la obra es Brad Pitt? No sólo resulta reclamo el magnetismo o galanería personal; sino que se reconocen en esa persona -más que su atractivo- su profesionalidad, su versatilidad y capacidad de idónea adaptación a los papeles encomendados. Con el tiempo los roles han cambiado; y el reclamo principal de la cartelera que se estrena todos los viernes es el actor protagonista, más quizá que el propio director de la obra.
Esta tendencia alcanzó el paroxismo del delirio a finales de los años 80, llegando hasta bien entrados los dosmiles, con actores que han construido toda su carrera en torno a un mismo personaje con diferentes nombres. Johann podría pasar una vida entera con Bruce Willis, Julia Roberts, Robert DeNiro o Drew Barrymore y no distinguirlos de sus personajes habituales. Y el espectador medio encuentra tan familiares a estos character actors que no se pierde una de sus películas, votando con su dinero por las apuestas seguras y asfixiando la creatividad de un medio al que en otro tiempo llamaban la fábrica de los sueños.
El papel e importancia del director, por otra parte, se ha transfigurado de manera clara a lo largo de las últimas décadas. Si bien en un principio era él el que organizaba y controlaba cada detalle de su película, la libertad para obrar que tiene actualmente es más reducida de lo que se desea. Directores como Hitchcock, Orson Welles, Kubrick o Tarantino son excepciones; su impronta queda patente más allá de las productoras.
El cine es, a partes iguales, industria y arte y los proyectos más creativos a menudo son de financiación independiente.
Johann lo tendría complicado para ver una buena película de autor, sin directa intermediación de empresarios que velan por intereses meramente comerciales.
¿Alquien se anima a acompañar a Johanna los Cines Renoir?
Película de ciencia ficción americana dirigida por Edgar G. Ulmer, experto en producciones de bajo presupuesto, fue el mismo director que dirigió a Bela Lugosi y a Boris Karloff en El gato negro de 1934.
Contó con un presupuesto de de apenas 38.000$ y se rodó en el tiempo récord de seis días. Para el rodaje se aprovecharon los decorados de la película Juana de Arco de Victor Fleming. La producción y guión fue de Jack Pollexfen y Aubrey Wisberg. Los principales protagonistas: Robert Clarke y Margerat Field. La banda sonora es de Charles Koff. La fotografía es de John L.Russell. La cinta fue distribuida por la United Artists y estrenada el 9 de marzo de 1951 en San Francisco, con una duración de 70 minutos.
Todo empieza en un apartado pueblo escocés (de ahí sacan un buen uso de los decorados de la película de Victor Fleming). El profesor Elliot (siempre es un profesor, nunca el lechero o el carnicero el que descubre los misterios de la ciencia), enseña al periodista John Lawrence su descubrimiento de un nuevo planeta que parece que se dirige hacia la tierra. Poco después la hija del profesor Enid Elliot que ha salido a pasear por ahí vuelve corriendo diciendo que ha visto una cosa rara (un aparato volador) posado en la llanura. Allí van corriendo todos incluido el ambicioso ayudante del profesor (en estas películas siempre hay ayudantes de los científicos) el doctor Mears. Al llegar a la llanura se encuentran una extraña nave cruce entre la lata de refrescos y un cohete con una gran ventana dentro del cual se distingue a un ser vestido con un casco transparente y con traje de astronauta.
El pobre ser parece que lleva una careta porque durante toda la película tiene la misma cara de pasmado (tipo ZP). El traje que lleva no tiene desperdicio y la verdad se nota el presupuesto de los 38.000$. El ser después de darle un susto de muerte a la chica de la película, es decir, a Enid Elliot la hija del profesor, se pone en contacto con los humanos. El primer contacto no va bien ya que el ser se saca de la manga una pistola de rayos que tiene la capacidad de anular la voluntad de cualquier que sea disparada con ella y obedecer cualquier orden que se le dé. El ser dispara con ella al profesor Elliot y como ahora obedece a cualquiera que le de ordenes, Enid su hija aprovecha la ocasión para ordenarle a su padre a que salga de ahí echando leches.
Al día siguiente intentan de nuevo ponerse en contacto con el ser y esta vez tienen más suerte ya de el periodista John Lawrence le echa una mano al ser con el regulador de su respirador que se ha quedado atascado (el pobre no puede respirar nuestra atmósfera sino que se trae la suya propia de casa). El ser se comunica mediante sonidos y no mediante un lenguaje (estilo Encuentros en la Tercera Fase).
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