Desesperada Esperanza: Jean Eustache

Desconocido incluso para los franceses, Jean Eustache (1938-1981) es un raro ejemplo de poeta maldito en las filas de trabajadores de la industria cinematográfica, actores de un mercado que raramente ostenta las características del arte. Con su pelo largo lacio y sus sempiternas gafas oscuras, con sus facciones judaizadas y las cicatrices del alcohol y el tiempo, Eustache parece más bien un escritor (él se considera tal, aunque preferentemente cultiva la gramática de las imágenes). Definido por uno de sus colaboradores como el “dandi proletario”, podemos completar su retrato aludiendo a unos orígenes muy modestos y humildes, en conminación con un esfuerzo precoz por diferenciarse, culturizarse y refinarse (dice uno de sus personajes que no tener dinero no es pretexto para comer mal ni para no cultivarse). A diferencia de muchos de los autores de la Nouvelle Vague, Eustache llega a París sin nada en los bolsillos y, pese a eso, hace el cine que le da la gana; por poner un ejemplo, lejos de acogerse a una duración estándar, prefiere a veces el mediometraje o compromete a los distribuidores con una película de más de cuatro horas.

Aunque estudiosos y críticos nombran a menudo a Eustache adalid de una generación Post-Nouvelle Vague, se trata más bien de un islote alrededor de este movimiento, que termina por institucionalizarse, granjeándose el apoyo del gobierno. Aunque Eustache frecuenta la redacción de Cahiers du cinéma, participando de los acalorados debates de la cinefilia, no conquista ningún vínculo generacional: su condición es la del solitario y sus películas se las arranca al solipsismo creador (en un ámbito, el cine, que rige el trabajo colectivo) y existencial. La vida y la obra de Eustache, inseparables e inmiscuidas, ilustran, como dice Deleuze, que “la historia del cine es un prolongado martirologio”. Mendicidad de descartes de otros rodajes (restos de película virgen) o huelgas de hambre… todo a costa de diferenciarse y desmarcarse de la barbarie que viene siendo el cine de consumo:

Si me confiaran la crítica de un diario o de una revista –dice Eustache-, me vería obligado a poner ‘desastre’ desde hace ya bastante tiempo, y al cabo de 24 horas me echarían a la calle. El hecho de hablar de cine hoy como hablábamos de cine cuando había creaciones me parece que es dar muestras de una irresponsabilidad muy peligrosa, que me perturba y que no soluciona nada: en mí produce un efecto muy sucio (…) Yo comparo el cine actual con lo que pudo ser un país cuando estaba ocupado por fuerzas extranjeras. Y la única posición posible de un creador hoy en día me parece la de la resistencia, la no colaboración con la industria, el público, la exhibición, la crítica con la que todos, sabiéndolo o no, colaboran.

Los mediometrajes que Eustache rueda en la década de los sesenta, los primeros de su carrera, Les Mauvaises Fréquentations y Le Père Noël a les yeux bleus (este último financiado en parte por Jean-Luc Godard), nos presentan, respectivamente, unos “provincianos” en la capital y un aspirante a dandi en provincias; destaca la mirada límpida de un mundo burgués envidiado y rechazado al unísono, el temple de retratista y la suciedad embellecedora del blanco y negro y el sonido (casi documentales). Es difícil resistir a la tentación de felicitar la Navidad con ese joven (Jean-Pierre Léaud, conocido por Truffaut y Godard) que se traviste de Papa Noel para fotografiarse con los viandantes (abrazando las cinturas de las chicas) con el objetivo conseguir el dinero que le proporcione una trenca a la moda; huelga decir que en nada varía su estatus la adquisición de la prenda: el paria del neocapitalismo, paria se queda. De esta época proceden las declaraciones: “Cuando se piensa en comer, no se piensa en el marxismo, se piensa en comer. Cuando se está completamente solo, cuando no se tiene ni para fumar o dónde dormir, no se piensa, no se tienen posturas ideológicas”.

Siendo ya reconocido profesional, Eustache no renuncia a las virtudes del cine amateur (de amante) y doméstico: filma una fiesta tradicional de Pessac, su pueblo; la matanza del cerdo; y a su abuela, Odette Robert, disertando sobre seis generaciones, indirectamente a la vez, sobre la historia de Francia. Su cámara no conoce el despotismo y aborda a los “actores naturales” con una naturalidad rayana al don de la invisibilidad.

La mamá y la puta (1973) es para muchos su obra magna. Con unos líos de faldas traducidos en un texto denso, literario y fascinante, arrebatado a lo biográfico (“Ver uno de mis films es lo mismo que verme”) Eustache nos desengaña de la posibilidad de que una revolución de los cuerpos/sexual vaya a saciar el vacío existencial y a reemplazar una revolución política/cultural. La lucidez abrasiva y el humor negro le valen a Eustache la fama de reaccionario, pero también la publicidad y el premio en Cannes que posibilitan un proyecto largamente ansiado: Mes petites amoureuses (1974). Con esta película, que había escrito y reescrito durante años, se reconstruía casi arqueológicamente la infancia. El aislamiento del joven Daniel es la causa de una práctica, el voyeurismo, que no sólo estigmatizaría las relaciones de Eustache con las mujeres, sino que determinaría una vocación: el cine. El director volvería a incurrir en el motivo de la mirada (pasividad escópica y voluptuosidad) en una película, Une sale histoire (1977), en la que se nos narra en primera persona la experiencia adquirida a través de un agujero en el baño de mujeres de un café.

Es curioso y extrañamente paradójico, que este proyecto tan amado (Mes petites amoureuses), fuera un estrepitoso fracaso económico y se convirtiera en la tumba de Eustache, que consuma en 1981 sus pulsiones autodestructivas suicidándose. De ahí el oxímoron con el que encabezaba este humilde recordatorio, que tiene otra causa, además, en el contraste entre una deslumbrante cinefilia y el desprecio más absoluto por el cine de hoy, su vulgarización y su homogeneización. Eustache era poeta en un arte maldito, lo cual equivale a predicar en el desierto. Decía Sarte que “el poeta es el hombre que se compromete a perder”.

Jorge Semprún: Las tres heridas

El amor, la muerte y la vida, las tres heridas, y una cuarta, la POLÍTICA, son la savia de la obra de Jorge Semprún (1923, Madrid). En sus guiones de cine hallaremos sus principales hitos biográficos y los de su alter ego FEDERICO SÁNCHEZ (alias que utilizaba en la actividad clandestina contra la dictadura franquista).

Al término de la Guerra Civil, Semprún se desplaza con su familia a París, donde actualmente reside. En la Francia ocupada toma parte en la resistencia. “Te sumergiste, gustoso y gozoso, a los dieciocho años, en la actividad clandestina de la resistencia antinazi. Soportaste, sin mayores problemas, con una curiosidad intelectual inagotable, la experiencia del campo de concentración en Buchenwald. Volviste a zambullirte, con una especie de salvaje alegría vital, en la clandestinidad española, a partir de 1953”.

Se afilia al Partido Comunista de España (PCE) en 1942, pero es a partir de 1953 cuando asume el riesgo de ser “cazado”, el “sentimiento de inmortalidad” de los héroes. Después de haber llegado al Comité Central y de haber coqueteado con la lírica estalinista, reacciona contra el integrismo del partido. En 1962, es retirado por Carrillo de la actividad clandestina, hasta su expulsión en 1964. En su primer guión de cine, La guerra ha terminado, vindica su individualidad por encima de cualquier agrupación política («el individuo, por tanto, es lo irrecuperable por las ideologías, las creencias y las vigencias y los poderes») La película La confesión abre viejas heridas:

«Despierta, Lenin. Se han vuelto locos»

Semprún no volvería a desempeñar actividades políticas hasta ser Ministro de Cultura en el gobierno de Felipe González.

Un repaso somero a su vida permite intuir las constantes temáticas de su obra: “la clandestinidad como camino hacia la conquista de una verdadera identidad. La política como destino individual, como un arriesgarse y realizarse, tal vez a través de la muerte libremente contemplada y la libertad como factor decisivo de todo compromiso político y existencial”.

A estas constantes temáticas podemos sumar una estilística, la ESCRITURA DIGRESIVA. A través de una pequeña anécdota, se establecen diversas asociaciones y desviaciones y se producen innumerables saltos cronológicos componiendo un tiempo subjetivo o mental (“todavía están por venir los viejos tiempos”). Este recurso parece influencia directa de la Nouveau Roman, que ignora en muchos casos los conceptos de intriga, lógica secuencial y vulnera los estatutos del narrador y del personaje. El director de cine Alain Resnais había interiorizado estos rasgos, por eso, junto con Costa-Gavras, que aún hoy sigue optando por un cine político inmediato, se convierte en el mejor traductor de los guiones de Semprún. En reciprocidad con el primero, desarrolla La guerra ha terminado y Stavisky; con el segundo, Z y La confesión. Estos pueden considerarse sus trabajos capitales junto con Une femme à sa fenêtre, de Pierre Granier-Deferre.

La guerra ha terminado (La guerre est finie, 1966). Para sus anteriores films, Resnais había contado con textos de Marguerite Duras, Alain Robbe-Grillet y Jean Cayrol, que no eran guionistas al uso. Con Semprún rodó la que era hasta el momento su película más clásica, nominada al Oscar por Mejor Guión Original. Diego (Yves Montand), enlace entre la dirección del PCE en Francia y la organización secreta del interior, se halla en crisis intelectual. «España meca del turismo o leyenda de la Guerra Civil, todo mezclado con Lorca. (…) Ya estoy harto de la leyenda de España. (…) Yo no estuve en Teruel ni en la batalla del Ebro. Los que hacen cosas por España, cosas importantes, no estuvieron allí. Tienen veinte años, a ellos les mueve el futuro, no el pasado. España no es el 36, sino la realidad del 65, por más desconcertante que sea»

Z (Z, 1969) denuncia los métodos violentos utilizados por la extrema derecha y la dictadura de los coroneles en Grecia, tomando como punto de partida el asesinato de líder pacifista Grigoris Lambrakis. Vassilis Vassilikos, autor de la novela en que se basa el guión, declaraba que la muerte de Lambrakis era un acontecimiento decisivo para la conciencia política griega, adormecida por la horrible propaganda de la extrema derecha. Z (en griego clásico, “vive”) ganó el Oscar a la Mejor Película Extranjera.

La Confesión (L’aveu, 1970) critica los excesos y purgas del estalinismo. El punto de partida es el libro-documento de Artur London. Yves Montad interpreta a Gérard, Viceministro de Relaciones Exteriores de Checoslovaquia, que participó en la Guerra Civil Española en calidad de brigadista, luchó con la resistencia francesa y fue a parar a Mauthausen. En los 50, cuando el bloque soviético se siente amenazado por los procesos de democratización y engorda sus listas de sospechosos, Gérard conoce la tortura de mano sus propios camaradas, que le instan a confesar, pero… «¿Confesar qué?».

Stavisky (Stavisky, 1974) El contexto histórico de los años 30 (la persecución racial) se funde con la trama en derredor del personaje que da nombre a la película, un estafador (Jean-Paul Belmondo) que a punto estuvo de provocar la quiebra del estado francés, construyendo un imperio en base a fraudes y cambios de identidad. Aún cuando el caso Stavisky trajo consigo una crisis que llevó a la caída del Gobierno, esta es la película menos política de las hasta ahora vistas. Al respecto, hay que recordar que se trata de un encargo con el que Resnais trata de remontar su carrera.


Una mujer en su ventana
(Une femme à sa fenêtre, 1976) parte de la novela homónima de La Rochelle. La protagonista es una duquesa (Romy Schneider) que cae enamorada de un líder comunista perseguido en la Grecia del general Metaxas. «Para mí la política es la voluntad de oponer la toma de conciencia a la resignación; la palabra a la súplica; los riegos de la vida a las falsas certezas de la muerte».

Como gran parte de la obra de Semprún, un viaje de lo privado a lo público, de lo sentimental a lo político.

Un ejercicio de imaginación

Hagamos un experimento mental. Imaginemos a Johann Einhach Vorbild. Johann vive en Munich, en 1930. Johann entra por accidente en un armario dimensional. Tras cruzar un túnel lleno de estrellas, Johann aparece en los multicines de un centro comercial de Madrid.

Johann, que es todo un cinéfilo, busca marquesinas con nombres como Lang, Murnau o Wiene pero sólo encuentra los carteles de Híncame el Diente, Salt, Resident Evil 4: Ultratumba o Step Up 3D.

Y si el desdichado Johann quisiera saber quién ha dirigido estas películas necesitaría lupa y paciencia para bucear en un muro de texto tamaño pulga hasta encontrar su crédito. A menos, claro, que estuviéramos ante una película del director de Batman.

Si Johann hubiera crecido en nuestra época, le habrían influido películas como Blade Runner, 2001 ó Pulp Fiction; constituirían los raíles de la mayoría de filmes que se verán de finales del S. XX a principios del XXI. Y no es de extrañar, porque los directores de esas películas se han alimentado directamente de los grandes (John Ford o Hitchcock) y, tras admirar y adquirir la técnica, han creado sus propias obras maestras que marcan en sí un hito del cine contemporáneo.

Los inicios del “Cine de autor” están marcados por grandes directores; tanto Eisenstein como Griffith sentaron las bases de todo el lenguaje de la imagen en movimiento, pilares que hasta el día de hoy constituyen la Biblia del cine. Esos creadores ganaron la reputación y el renombre de “padres”.

Pero habría de pasar poco tiempo para que las tornas cambiaran; poco después surge en el celuloide un acontecimiento no ocurrido hasta el momento. Algo en la pantalla hace redirigir la atención del espectador del continente al contenido. Un tipo que nos mira directamente con un pequeño bigote pintado con betún, sombrero ajado, bastón y ropa harapienta, requiere toda la atención del espectador. La gente ya no va al cine a ver la ultima película de su admirado director, no se aprecia la sombra o voz que da órdenes al actor por detrás, cómo está enfocado el ángulo, ni si la luz está bien proyectada; todo el mundo va a pasar un reconfortante rato con Charles Chaplin. La industria cinematográfica comienza a redirigir su mirada al actor, que poco a poco tendría más peso en las cifras de beneficios que el propio director.

El tiempo y la taquilla han dejado claro que hay actuaciones que hipnotizan en la pantalla hasta el punto de ejercer en el espectador un efecto de única atención. Pero ¿hasta qué punto se compra una entrada en taquilla porque el protagonista de la obra es Brad Pitt? No sólo resulta reclamo el magnetismo o galanería personal; sino que se reconocen en esa persona -más que su atractivo- su profesionalidad, su versatilidad y capacidad de idónea adaptación a los papeles encomendados. Con el tiempo los roles han cambiado; y el reclamo principal de la cartelera que se estrena todos los viernes es el actor protagonista, más quizá que el propio director de la obra.

Esta tendencia alcanzó el paroxismo del delirio a finales de los años 80, llegando hasta bien entrados los dosmiles, con actores que han construido toda su carrera en torno a un mismo personaje con diferentes nombres. Johann podría pasar una vida entera con Bruce Willis, Julia Roberts, Robert DeNiro o Drew Barrymore y no distinguirlos de sus personajes habituales. Y el espectador medio encuentra tan familiares a estos character actors que no se pierde una de sus películas, votando con su dinero por las apuestas seguras y asfixiando la creatividad de un medio al que en otro tiempo llamaban la fábrica de los sueños.

El papel e importancia del director, por otra parte, se ha transfigurado de manera clara a lo largo de las últimas décadas. Si bien en un principio era él el que organizaba y controlaba cada detalle de su película, la libertad para obrar que tiene actualmente es más reducida de lo que se desea. Directores como Hitchcock, Orson Welles, Kubrick o Tarantino son excepciones; su impronta queda patente más allá de las productoras.

El cine es, a partes iguales, industria y arte y los proyectos más creativos a menudo son de financiación independiente.

Johann lo tendría complicado para ver una buena película de autor, sin directa intermediación de empresarios que velan por intereses meramente comerciales.

¿Alquien se anima a acompañar a Johanna los Cines Renoir?

El Hombre del Planeta X (1951)

31-agosto-2010 · Imprimir este artículo

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Película de ciencia ficción americana dirigida por Edgar G. Ulmer, experto en producciones de bajo presupuesto, fue el mismo director que dirigió a Bela Lugosi y a Boris Karloff en El gato negro de 1934.

Contó con un presupuesto de de apenas 38.000$ y se rodó en el tiempo récord de seis días. Para el rodaje se aprovecharon los decorados de la película Juana de Arco de Victor Fleming. La producción y guión fue de Jack Pollexfen y Aubrey Wisberg. Los principales protagonistas: Robert Clarke y Margerat Field. La banda sonora es de Charles Koff. La fotografía es de John L.Russell. La cinta fue distribuida por la United Artists y estrenada el 9 de marzo de 1951 en San Francisco, con una duración de 70 minutos.

Todo empieza en un apartado pueblo escocés (de ahí sacan un buen uso de los decorados de la película de Victor Fleming). El profesor Elliot (siempre es un profesor, nunca el lechero o el carnicero el que descubre los misterios de la ciencia), enseña al periodista John Lawrence su descubrimiento de un nuevo planeta que parece que se dirige hacia la tierra. Poco después la hija del profesor Enid Elliot que ha salido a pasear por ahí vuelve corriendo diciendo que ha visto una cosa rara (un aparato volador) posado en la llanura. Allí van corriendo todos incluido el ambicioso ayudante del profesor (en estas películas siempre hay ayudantes de los científicos) el doctor Mears. Al llegar a la llanura se encuentran una extraña nave cruce entre la lata de refrescos y un cohete con una gran ventana dentro del cual se distingue a un ser vestido con un casco transparente y con traje de astronauta.

El pobre ser parece que lleva una careta porque durante toda la película tiene la misma cara de pasmado (tipo ZP). El traje que lleva no tiene desperdicio y la verdad se nota el presupuesto de los 38.000$. El ser después de darle un susto de muerte a la chica de la película, es decir, a Enid Elliot la hija del profesor, se pone en contacto con los humanos. El primer contacto no va bien ya que el ser se saca de la manga una pistola de rayos que tiene la capacidad de anular la voluntad de cualquier que sea disparada con ella y obedecer cualquier orden que se le dé. El ser dispara con ella al profesor Elliot y como ahora obedece a cualquiera que le de ordenes, Enid su hija aprovecha la ocasión para ordenarle a su padre a que salga de ahí echando leches.

Al día siguiente intentan de nuevo ponerse en contacto con el ser y esta vez tienen más suerte ya de el periodista John Lawrence le echa una mano al ser con el regulador de su respirador que se ha quedado atascado (el pobre no puede respirar nuestra atmósfera sino que se trae la suya propia de casa). El ser se comunica mediante sonidos y no mediante un lenguaje (estilo Encuentros en la Tercera Fase).

El visitante es un explorador que procede de un planeta que se congela y que gracias a su avanzada tecnología han podido cambiar la órbita de su planeta para que pase muy cerca de la Tierra para que su raza pueda establecerse aquí, con nosotros, como si esto fuera un jodido camping. El ser es pacifico y tiene buenas intenciones, pero no cuenta con la mala leche que tienen algunos humanos.

Finalmente lo llevan al observatorio donde el profesor Elliot descubre que se puede comunicar con el ser mediante las matemáticas pero el doctor Mears aprovecha la ocasión para secuestrarlo, ya que el ser tiene una debilidad que es que necesita respirar con un tanque de aire de atmósfera X, y llevarlo a un sótano donde lo tiene prisionero, utilizando al tortura para sacarle al ser todos sus secretos (científicos, todo sea por la ciencia y el sadomasoquismo personal), pero claro el tío no le gusta estar encerrado y pronto demuestra de lo que es capaz. Huye a su nave llevándose con él a Enid.

Ahora es cuando aparece la policía (nunca están cuando los necesitas) ya que además de Enid han desaparecido otros vecinos de la aldea. Resulta que hasta el doctor Mears esta atrapado por el ser, que aprovecha su pistola láser para controlar a los vecinos que están atareados levantando barricadas alrededor de la nave preparándose para la invasión. El cohete tiene dentro un transmisor que es el que debe guiar al resto de sus compañeros a la hora de la invasión por lo que los humanos deben destruirlo como sea... y para ello se llama al ejercito.

Vía | Cookies

Un perro andaluz, de Luis Buñuel

Giddens vincula la desviación (¿y el delito?) a la innovación. Las conductas y los pensamientos desviados, es decir aquellos que no se conforman con la mayoría, pueden ser negativos o positivos desde el punto de vista de las libertades individuales, la creatividad y la riqueza científica, artística e intelectual.

Un ejemplo lo tenemos en el surrealismo, una corriente artística que pretendía plasmar las fuerzas del inconsciente y la irracionalidad en la experiencia estética, política y social. Su influjo en las artes fue muy positivo, ampliando las formas de expresión, y llega hasta nuestros días (ver el cine de David Lynch o David Cronenberg, por ejemplo). Sin embargo, la aportación política y social del surrealismo, la reivindicación de la irracionalidad y el escándalo por el escándalo, cristalizó en teorías y conductas que fomentaban la violencia y el crimen como herramientas de acción política (salvo excepciones, como Benjamín Peret) La dialéctica de los puños y las pistolas que tanto ponía a Breton.

Si existe un placer
es el de hacer el amor
el cuerpo rodeado de cuerdas
y los ojos cerrados por navajas de afeitar

A continuación, una de las obras maestras del surrealismo, Un perro andaluz de Luis Buñuel. Él mismo contó en sus Memorias la genésis de esta película, metodológicamente indescifrable, en la que se hace una reivindicación de la libertad total, vulgo: libertinaje. Para lo bueno y lo malo.

Esta película nació de la confluencia de dos sueños. Dalí me invitó a pasar unos días en su casa y, al llegar a Figueras, yo le conté un sueño que había tenido poco antes, en el que una nube desflecada cortaba la luna y una cuchilla de afeitar hendía un ojo. Él, a su vez me dijo que la noche anterior había visto en sueños una mano llena de hormigas. Y añadió: “¿Y si, partiendo de esto, hiciéramos una película”

… Escribimos el guión en menos de una semana, siguiendo una regla muy simple, adoptada de común acuerdo: no aceptar idea ni imagen alguna que pudiera dar lugar a una explicación racional, psicológica o cultural. Abrir todas las puertas a lo irracional. No admitir más que las imágenes que nos impresionaran, sin tratar de averiguar por qué.

… Aquella primera proyección pública de Un chien andalou reunió a la flor y nata de París… Picasso, Le Corbusier… el grupo surrealista al completo. Muy nervioso, me situé detrás de la pantalla con un gramófono y, durante la proyección, alternaba los tangos argentinos con Tristán e Isolda. Me había puesto unas piedras en el bolsillo, para tirárselas al público si la película era un fracaso.

No necesité las piedras. Cuando terminó la película, desde detrás de la pantalla oí grandes aplausos y, discretamente, me deshice de mis proyectiles, dejándolos caer al suelo.

Luis Buñuel, Mi último suspiro (Memorias), Plaza & Janés, Barcelona, 1982, pp. 102-105

2ª parte (YouTube)

Vía | Cine y Política

La secuencia que hizo llorar a Audrey Hepburn

Cuenta Stanley Donen que en “Una cara con ángel” hizo llorar a Audrey Hepburn:

“Era increíble. Atractiva, femenina, generosa. Dulce. Tuvimos sólo una bronca. En Una cara con ángel ella baila vestida con pantalones y jersey negros y tenía que ponerse unos calcetines blancos. Pero empezó a refunfuñar: “¡No puedo! No pegan nada con el conjunto negro”. “Claro que tienes que ponerlos, sin ellos no se van a distinguir tus movimientos”, argumentaba yo. Ella se puso a llorar, pero bailó con los calcetines blancos. Al final admitió: “Querido, tenías razón”.”

Esta película es un divertimento adorable, de los que sólo sabe hacer Hollywood, pero al mismo tiempo es una crítica despiada, e hirlarante, del mundillo intelectualoide de izquierdas, cuyo máxima representación se da en Francia, con sus poses dramáticas, su jerga arbitraria y esa hipocresía típica del izquierdoide que abomina del dinero, el capitalismo y el egoísmo de frente mientras que por la espalda parasita al Estado, o al capitalista ingenuo o en busca de estatus, para vivir a cuerpo de rey. Afortunadamente para la tontita con cara de ángel de Hepburn está el pragmático y rocoso Fred Astaire que los cala a la primera, se ríe de ellos a la segunda, los fulmina bailando a la tercera y termina sobornándolos a la cuarta.

En España la izquierda es cada vez más enfaticalista. Por ejemplo, Baltasar Garzón, que por detrás compadrea con el gran capitalista Emilio Botín y por delante proclama al gran comunista José Saramago (sttl) führer (guía, vigía, pastor) de Occidente y Oriente. Si no le dan el Nobel, patrocinado por el Santander y Red Bull, será por poco.

Para saber más de los intelectualillos a la francesa.

Vía | Cine y Política

Michael Haneke dientes blancos, bilis negra

Día 1. La gente normal se despierta todas las mañanas a la misma hora. Cinco minutos más si la pereza otorga, cinco menos si la vejiga obliga. Se asean y toman su anodino y crunchjiente desayuno. De jóvenes airados a generación muesli. Con máxima precisión, los comedores de cartón realizan su oración de la flora intestinal. Todos los días a la misma hora, esto es el progreso. Defecar, purgar, duchar, masturbar. Antes de salir al exterior, es necesaria una selección previa y una colocación metódica del gris traje gris y sus respectivos complementos. Segunda piel de oficinista, camarero, abogada o superstar. Un buen porte merece un mejor corte. Con una mueca por sonrisa, la gente normal comienza su jornada laboral. Gracias a Marx, tienen un descanso para su dosis de nicotina, cafeína o de cualquier otro estimulante. De dos en dos caen los Ducados, aunque realmente aguantan mejor encocados. A la misma hora, la gente normal come los mismos sucedáneos plásticos mientras mantienen insulsas conversaciones. El intercambio comunicacional estará marcado por tópicos superficiales y máximas televisivas acaecidas la noche anterior. La falta de implicación emocional será recompensada. Cuando el trabajo llega a su fin, la gente normal tiene el deber de cumplir de manera mediocre con su familia y amigos. Al llegar a casa, invierten el orden de las acciones matinales. El traje vuelve a la percha y la comida a la mesa. Culto a la TDT. Una hora. Dos horas. Tres cuartos de hora más. Si acaso un poco de sexo y a dormir. Gracias a Dios por otro día más.

Día 2. Ídem. Día 3 y 4. Ídem…

La gente normal se ahoga en su normalidad, así que no debería ser ninguna sorpresa que acabe haciendo daño a sus semejantes. Riñas, bufas, peleas, corridas y toda clase de efluvios y esputos actúan como certeros proyectiles. Pero como seres inteligentes que somos, nos hemos guardado lo mejor para nosotros mismos. Hemos llenado nuestras campanas de cristal de tanto aire viciado que no podemos ver otra cosa que no sea nuestro drama. Al no ser capaces de levantarla para coger aire, no queda otra solución que romperla. Ante semejante caldo de cultivo, el Arte no puede sino actuar como espejo de la sociedad, recogiendo y proyectando esta situación. El Cine es la expresión artística que puede mostrarlo todo, capaz de convertir el aburrimiento en algo interesante. Captar miradas, silencios y desgarros sin caer en la pornografía de los sentimientos es una difícil prueba. Pasolini, Kieslowski o Godard lo consiguieron. Bergman y Antonioni lo convirtieron en su segundo nombre. Durante estas últimas décadas ha surgido una nueva figura dentro de esta corriente fílmica: Michael Haneke. El cineasta europeo se ha erigido como un maestro de la vivisección humana. Su obra es un fiel retrato de las tribulaciones de la nueva burguesía sin caer en artificios ni concesiones. Desde Der Siebente Kontinent hasta Caché, pasando por Funny Games o Code Inconnu, Haneke nos ha mostrado de manera fragmentada los devenires de Anna y Georg (mismos nombres, distintos actores), una pareja neoburguesa que son el centro y motor del modelo social actual. Dobles caras, ansiedades, drogas estatales, las preocupaciones de los que aparentemente tenemos todo. La mediocridad del hombre, el yugo matriarcal, la desaparición del hijo, envidias, rencores y, sobre todo, silencios. Pequeñas e involuntarias confidencias que los espectadores vamos descubriendo durante su metraje y, lo que es peor, en nuestras propias acciones en días sucesivos.


El sentimiento dramático post-coitum que quedaba al salir del cine tras el abandono de la gran pantalla se diluye tras la experiencia 2D de Michael Haneke. Todos formamos parte de su reparto. La pulsión hanekiana trasciende la hora y media de proyección y golpea a este lado del espejo. Un puñetazo en el estómago (y una patada en los genitales). Todo vuelve a empezar. La náusea volverá a escena. Sus filmes son a la incomunicación lo que los de Capra a los buenos sentimientos. El ser humano no se comunica y se frustra por ello. Erika Kohut juega al tira y afloja de la soledad. Para ella es algo agobiante y placentero, mucho mejor que la libertad. La melancolía produce monstruos más terribles que la razón y la decimonónica astenia suele terminar desembocando en una explosión. Michael Haneke logra hacer de algo tan primitivo como la violencia un ejercicio estilístico intrincado y sofisticado que sirve como respuesta perfecta al infantiloide concepto de violencia de cineastas como Quentin Tarantino. Haneke no ve la violencia como un ejercicio meramente estético, sino que lo presenta como un acto brutal y con una finalidad específica: la purgación de los pecados burgueses. La violencia como revulsivo para la anquilosada burguesía actual. Con sus filmes no intenta despertar al proletariado, realmente no tiene fe en él como la clase salvadora que librará al mundo de la barbarie. Intenta despertar de la hipnótica cotidianeidad a la clase burguesa obligándola a enfrentarse a su mayor enemigo: ella misma. Ya sea mediante un elemento exterior (Caché) o por miembros de su propia clase social (Funny Games).

Dentellada a dentellada, nos muestra la catarsis en bandeja. Ben desnudo ante el fuego (Le temps du loup) o la charla sobre el onanismo de Martin (Das Weisse Band, traducida al español como La cinta blanca) son la síntesis perfecta del cine de Haneke. La fragilidad del efebo ante la pérdida de la inocencia por los primeros síntomas de la mediocridad ante los que ve como única salida la ‘fuga’. Como es normal, el mundo adulto saboteará sus planes. Esta nueva frustración es la causante de las traiciones de Benny (Benny’s Video), Pierrot (Caché), de los citados Peter, Paul o Martin, y hasta de la crecidita Erika (La pianiste). Este inteligente trasvase del cinismo animal a los hijos burgueses le ha conferido el título de azote de la burguesía, reconocimiento que ostentaron hace años Luis Buñuel o Claude Chabrol. Nadie esperaba que los que heredaríamos la tierra terminásemos devorando a nuestros Saturnos. El ‘cría cuervos’ ya apuntaba maneras, quizá no deberíamos haber salido nunca de la habitación.

Avatar, la estafa

Piraña II, Aliens, Terminator II, Titanic: por lo visto, en el cine de hoy basta una filmografía como ésta para ser considerado un “gran director”. Produce una cierta extrañeza el darse cuenta de que, hasta hace poco, ese título estaba estrictamente reservado a los Coppola, los Kurosawa, los Resnais, los Fellini. No es que el que suscribe pretenda alinearse con los nostálgicos que consideran que sólo el cine clásico merece la pena; tampoco tengo nada contra ese cine mal llamado comercial: estoy dispuesto a reconocer que el primer Terminator, también de Cameron, es un film simpático, pero el segundo y Aliens son, como sus nombres indican, una irrelevante e innecesaria duplicación (cuantitativa, no cualitativa) de lo que ya había. Y en cuanto a Titanic, ¿qué se puede decir de un melodrama romántico en el que nos importa más la suerte del propio barco que la historia de amor de los protagonistas?

En cualquier caso, algo anda fatal en el mundo, y no sólo en el del cine, cuando un film como Avatar se considera importante y cuando, en comparación, hasta una medianía como The hurt locker aparece como cine con pretensiones artísticas e intelectuales… Pero hoy las productoras juzgan más importantes los comentarios de los aficionados en sus blogs que las críticas profesionales, y cuando, periódicamente, se hacen esas listas de “las mejores películas de la historia”, las construyen con el voto mayoritario de internautas que por edad y desconocimiento, creen que Harry Potter es un clásico y que Tiburón es cine primitivo… No es sorprendente, pues, que hasta la propia biblia del show business norteamericano, la revista Variety, haya prescindido recientemente de uno de sus críticos más veteranos, Todd MacCarthy.

Avatar es una estafa: es decir, promete algo que no cumple. Su presunto ecologismo es sonrojante, amén de prodigiosamente cursi. Su supuesto antiimperialismo es, directamente, una mentira: al final, los pobres indígenas necesitan que venga un marine norteamericano a salvarles. Argumentalmente saquea Pocahontas o Bailando con lobos, lo cual resultaría hasta lícito si no fuera porque se las arregla para reducir el guión y los diálogos a redacción de jardín de infancia. La “innovadora” estética no es sino otro saqueo, en este caso del ilustrador Roger Dean; tampoco esto sería malo por sí mismo si no fuera por la insistencia de Cameron en presumir a todas horas de originalidad. Ni siquiera el cacareadísimo aspecto tecnológico es tan impactante como pretende; por la sencilla razón de que llevamos veinte años acosados hasta el hastío por las imágenes informáticas. Lo más penoso de todo es que Avatar ni siquiera merece la pena como bluff. Y es que el bluff ya no es una excepción, sino la medida básica del mundo artístico contemporáneo. En ese sentido, la película de Cameron tiene mucha competencia: sin salir de este año, Inglourious Basterds, y, en años anteriores, Lost in translation, Mar adentro, Juno, y tantas otras…

Deseo

2-abril-2010 · Imprimir este artículo

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Supongo que casi os pillará por sorpresa que os presente el Póster definitivo de “Deseo”, un cortometraje que llevaba en mi mente como un año más o menos, y que rodé hará unas cuantas semanas ya (todo en una tarde, a contrareloj y con algún problema técnico). “Deseo” nace de una historia larga que tengo escrita en papel, una historia ambientada en los años 40 y en una ciudad imaginaria de los Estados Unidos en plena era “Gangsteril”. Un homenaje a ese género que adoro y que respeto tanto como es el cine negro (el bien hecho, el clásico) y también un homenaje a otro género que si lo dijese os rebentaría datos claves de la trama del corto, asi que os dejaré con la duda hasta el estreno (que espero que llegue de aquí en dos semanas, ya que está prácticamente realizado). Los protagonistas, dos nuevas incorporaciones a las filas de Luigi Arts, la femme fatale (con influencia mucho más claras ahora que la veo a Kim Basinger en “L.A. Confidential”) que interpreta Beatríz Gómez Leal (que no es del todo una desconocida en nuestras filas, pues ella ayudó con el casting y la producción de “El Beso” y “Separados”), y el “héroe” detectivesco y narrador de la historia, papel masculino interpretado por Marco Durán Santos. El corto está ya terminado en su fase de post-producción (que ha sido un proceso largo) y ahora empieza el montaje definitivo, con el sonido y últimos retoques de montaje. Habrá trailer pronto. Seguiremos informando. Podéis ver algunos fotogramas sueltos que he ido recopilando aquí. Espero que cuando el corto se estrene, lo disfrutéis tanto como yo disfruto metiendo las manos en éste género al que siempre parece que le debo muchísimo, supongo que Bogart/Bacall tienen mucha culpa, je.

Iván Zulueta: la muerte de un niño

15-marzo-2010 · Imprimir este artículo

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¿Cómo va a morir Iván? Eso es imposible. Una broma de mal gusto. La gran inocentada llegaba con dos días de retraso. P-a-p-a-r-r-u-c-h-a-s. Iván Zulueta no puede morir. Está ahí en frente, al fondo del pasillo, con su Super-8. Ahora está con sus pinturas. No, está besando un affiche de Verónica Lake. Realmente, está ahí en pleno… arrebato. ¿Cómo se va a morir Iván? Hace poco cantábamos carcajeándonos eso de “This isn’t the end, my friend”. Riéndonos de los bellos cadáveres jóvenes y de sus cuentas de ahorro post-mortem. Pero cuando la Parca se pone seria no admite ningún tipo de gracia o concesión. Ni ella, ni el Registro Civil. Iván Zulueta murió el 30 de diciembre de 2009 en el Hospital Donostia de la villa del mismo nombre. La misma ciudad que le vio nacer y en la que terminó por recluirse. Su cuerpo fue incinerado días después. Cremación. Fire walk with me. La purificación del fuego. That’s all folks! Todo en esta vida tiene un final, salvo la salchicha que tiene dos. Cortinilla. Telón. Algún que otro aplauso. Más de una lágrima. Todo ha terminado. No hay nada más que ver. Vayan despejando.

Con las cenizas de Iván se esfuman los ojos y las manos del CINE. Con mayúsculas. Cine de verdad. Ni cine-opio, ni Art Cinema. Lo de Iván eran las película-película. Para sus plañideras nos ha dejado miradas fragmentadas recogidas en metros y metros de película-película. Huérfanos de cine. No sólo de cine español. No vomiten cuando la Academia le dedique unos segundos en la gala de los Premios Goya. A Iván la etiqueta de “cine español” siempre se le quedó corta. Sus películas eran de todo menos hispanas. Su primera cinta 1,2,3… al escondite inglés, esa maravillosa locura absurda y surrealista bebía directamente de las mieles del cine que Richard Lester obraba para mayor lucimiento del cuarteto de Liverpool. Hijo directo de la cultura anglosajona, Zulueta construyó con su ópera prima el perfecto complemento para su Último Grito televisivo. Hasta reutilizó en la película (por partida doble) al presentador de dicho programa, José María Iñigo. Con el buen gusto musical por bandera, un grupo de melómanos inicia su cruzada contra la canción “Mentira Mentira”, arquetipo de canción sensiblera para las masas, seleccionada para representar a España en Mundo Canal. Con esa excusa, Rosco, Patty, Tina, Carlos, Gasset y, sobre todo, Judy (¡Eres pérfida, Judy!) emprenden una serie de atentados hacia sus grupos favoritos para que ninguno de ellos sea el encargado de cantar semejante bodrio en ese pseudo-Eurovisión. Agresiones, vejaciones y asesinatos se suceden durante todo el colorista metraje. Los locos del ritmo loco. Balonazos, globos-bomba, infames caperucitas con granadas y otro tipo de perrerías terminan con la existencia de Shelley y la Nueva Generación, Los Buenos, Fórmula V o Los Pop Tops. La comedia definitiva. Caca-Culo-Pedo-Pis-Acción-Reacción. Guillaume y Véronique de La chinoise estarían orgullosos (y en cierta medida recelosos) del éxito de Judy & Co. Pero esto no podía acabar así… COLÓCATE EL MACHO QUE VUELVE EL VIBRADOR DE LA VISUAL.

Treinta años antes de expirar, Zulueta firmó su nota de suicidio. 105 minutos en los que expone sus pasiones y demonios (si es que no son sinónimos). Arrebato es una disección de su alma. La fílmica y la personal. Llámenle José Sirgado o Pedro P., Dr. Jekyll o Mr. Hyde. Zumos o heroína. Todo es Iván. Las imágenes que el espectador está a punto de visionar podrían marcarle de por vida. Betty Boop, “Las minas del Rey Salomón”,… Un, dos, tres… una generación arrebatada. La pantalla te ha tragado y no puedes hacer otra cosa que IRTE. Jugar al juego. Todo es tan coherentemente incomprensible como la propia mente humana. No hay miedo. Enjoy the ride. Los paseos por el jardín de la duermevela le hicieron olvidar que después de Arrebato no cabía otra opción que la muerte. Tres décadas en las que un par experimentos televisivos y un puñado de carteles sirvieron como únicos acercamientos profesionales al cine. Pero él ya no estaba allí. Hacía tiempo que había sido fusilado por la cámara. Vampirizado por completo. Iván decidió escapar tras la cortina de humo, como los magos de la tele. Pero su truco era real. El adulto se convirtió en niño. La juventud infinita sin necesidad de cruzar océanos, ni aplastar culturas. Retrotraído que no retraído, Zulueta se encerró bajo las pesadas puertas de su villa donostiarra. Bienvenido de nuevo al útero materno. Volvieron las horas de canibalismo. La antropofagia fílmica de Iván se disparó. La adoración al montaje de Pedro P. se convirtió en su motor de vida. El orgasmo de los créditos de Saul Bass. El arrebatado final de A bout de soufflé. R-I-T-M-O. El cine como mejor compañero de juegos. La conversión del olvido social en una muerte dulce.

La muerte de un niño siempre es una jodienda, aunque el niño tenga 66 años y desayune metadona. El mayor crimen es arrebatar la inocencia de un infante. Eso no se dice. Eso no se toca. MADURA. Esa atrocidad sólo tendría derecho de llevarla a cabo la muerte. Los Reyes no existen. Los padres tampoco. Los adultos son una mierda y no tienen ni idea del ritmo de la vida. La infancia es la verdadera sublimación del arrebato. Las puertas de la percepción tienen diferentes llaves. Juguetes, dibujos o un buen pico. Sólo hay que dejarse llevar. Iván no ha muerto. SE HA IDO. Está jugando al juego.

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